martes, 29 de enero de 2013

Parasomnia


Si estáis con el ordenador y no es mudo, os recomiendo pinchar aquí para disfrutar del relato.(Nota del A.)

Montones de nieve sucia bordeaban la carretera comarcal.

- En el cruce a la derecha- señaló Claudio.
En el giro, se enfrentaron a la majestuosa imagen del Veleta. Blanco, frío, como una fortaleza de mármol.
-Por ese camino a la izquierda- Claudio les dirigió a abandonar el asfalto hacia un camino de barro.

Se adentraron en una región de antiguas casonas de la campiña granadina.
Casas separadas de sus vecinas por viejos campos de cultivo abandonados hace tiempo. El esqueleto de algún almendro disperso recordaba lo que debió de ser la comarca un siglo atrás.

-Es esa- Claudio señaló una antigua casa de campo de desconchadas paredes encaladas que no tenía muro ni valla, custodiada por un maltrecho y quemado jardín.
Alberto detuvo el coche frente al porche orientado al sur que daba acceso a la puerta de la casa.


-¡Primo!- Claudio y un chico desgarbado, de melena despeinada y sin afeitar se fundieron en un abrazo.
-Yo soy Paco- se presentó el anfitrión- Bienvenidos.
Ariadna le saludó con un abrazo y dos besos surgidos del afecto de personas que ya se conocían.
-Hola yo soy Alberto y ella es Elena- se presentó la pareja de acompañantes.
-Pasad dentro que en la calle hace un frío de mil demonios- invitó el nuevo amigo.

-La casa la tengo alquilada por muy poco dinero- explicó el anfitrión mientras les hacía pasar al interior de la vivienda-. Aquí vivía una señora que se tuvieron que llevar a la Residencia de Las Carmelitas cuando ya no se pudo valer por sí misma. Murió el año pasado y la heredó un sobrino que vive en Alicante.

-Está un poco hecha polvo- prosiguió mientras ya todos estaban dentro de la casa en un pequeño recibidor- Esa de la izquierda es mi habitación. Era una antigua sala de estar, pero saqué dos sillones orejeros que había, tiré la televisión que no funcionaba y puse la cama y el colchón ahí. Es la habitación más cálida de la casa porque da a mediodía.

-Eso de la derecha es la cocina- señaló Paco aún desde el recibidor- No tengo mucho en la nevera porque salgo a trabajar a las cinco y vuelvo a las siete de la mañana y me paso casi todo el día durmiendo. Solo hay cervezas y un jamón que me trajo mi madre hace un mes.
-No te preocupes- dijo Claudio- hemos traído cosas para desayuno y la idea es comer arriba y cenar en Granada de tapas.
-Hay platos y vasos y los dos armarios están vacíos. La puerta no se puede cerrar- prosiguió Paco.

Entraron en la pequeña cocina chapada de azulejos blancos y azules donde la fotografía sepia de una señora de unos cuarenta años de pelo recogido en un moño que vestía de negro, les recibió con una mirada penetrante.
-Esa era Doña Teodora, la antigua dueña de la casa- dijo Paco señalando la fotografía de la pared.


De vuelta al pequeño y cuadrado recibidor, el anfitrión les hizo pasar a la estancia principal de la casa.
En el salón había una mesa de madera rústica y seis sillas.
A la derecha había una puerta.
-Ese es el dormitorio- señaló Paco- es grande y tiene una cama de matrimonio.
Debajo de la cama en el suelo hay otro colchón.
-Hemos traído sacos de dormir- explicó Claudio- y colchonetas por si acaso. Pero vamos, que aquí cabemos bien los cuatro.

-Esa puerta es la del aseo- dijo Paco señalando a la izquierda.
-Yo tengo que ir al baño- dijo Ariadna.
-Espera que te acompaño- dijo Elena.

-No tengo televisión- se justificó Paco- Total, no tengo tiempo de verla. Esos cuatro sillones los he ido cogiendo de al lado de contenedores y los he tapizado.

Seis sillones orejeros estaban enfrentados al antiguo mueble de comedor de roble que hacía de biblioteca. Sólo dos de los sillones eran iguales, los originales de la casa. Los otros cuatro, de diferentes formas y modelos, debían de ser los restaurados por Paco.
Al lado de la puerta del baño, había un antiguo escritorio de contable con múltiples cajones y una vieja máquina de escribir cubierta de polvo.

-Si escucháis un ruido fuera, es mi compañero de hogar- Paco sonrió-. Es un amigo que algún día fue un perro de caza. Lo encontré tirado en un camino con una soga atada al cuello, la piel destrozada y le falta una pata. Me dio pena, lo traje a casa y ha sobrevivido, pero el pobre no puede ladrar y está más en el infierno que en la tierra de los vivos, por eso le llamo Cancerbero. Lo tengo suelto por la parcela y de vez en cuando le doy de comer.
-Cuando un perro no vale para cazar- comenzó a explicarle Claudio a Alberto- los cazadores de por aquí, le atan una soga al cuello y lo ahorcan o le atan una soga al cuello y el otro extremo de la cuerda al parachoques de atrás del coche y los arrastran hasta que mueren, después tiran el cuerpo a un barranco.
Paco continuó la explicación- A este debió de rompérsele la cuerda del coche y el dueño directamente lo abandonó en el camino. No os preocupéis por él que no suele acercarse al porche, le tengo prohibido entrar en la casa.
-Primo, me tengo que ir a trabajar- dijo Paco mientras se miraba el reloj- hoy toco en Moclín. Despedidme de las chicas.
-Bueno, pues vamos a ir metiendo las maletas en la habitación- propuso Claudio.
-Claudio- dijo Alberto- acostaros vosotros en la cama, que tú tienes la espalda mal. Voy a ver si meto una silla del comedor en la habitación para dejar la ropa que nos quitemos.

No volvieron muy tarde de la ciudad Nazarí. Al día siguiente querían madrugar.
Dejaron la ropa lista para no tener que estar buscando en las mochilas por la mañana, se metieron Claudio y Ariadna en la cama y Alberto y Elena, cada uno en un saco de dormir, sobre el colchón en el suelo.

***

-¡Ha entrado alguien en la casa!-dijo Ariadna.
-¿Qué?- Elena se sobresaltó.
La frase le había sacado del cálido abrazo de Morfeo, inquietándole, interrumpiendo su sueño.

Ariadna se había quedado sentada en la cama. Con la respiración acelerada, la mirada fija en el vacío que tenía delante de ella. El rostro inexpresivo.

-Alberto- susurró Elena- ¡Alberto! –insistió Elena zarandeando suavemente a Alberto por el hombro.
-La he oído- dijo Alberto con voz queda- Estoy despierto.
-Alberto- susurro Elena- ¿Y si ha entrado alguien?
-Está bien. Vamos a echar un vistazo.

Alberto salió del saco de dormir y se dirigió al interruptor de la luz.
-No Alberto- dijo Elena en voz baja -.  No enciendas la luz no sea que haya entrado alguien.
-Vale- Alberto se dirigió a la silla y cogió el teléfono móvil. Pulsó el botón verde. Se encendió la pantalla de inicio del celular. La débil iluminación que proporcionaba, relucía en la penumbra hasta unos sesenta centímetros.
-Voy a ver- Alberto se dispuso a salir de la habitación. Al momento sintió una mano que se posaba sobre su hombro.
-Maldita sea Ariadna- dijo entre un respingo- no hagas eso.
-Voy contigo- dijo Ariadna.
Los dos se disponían a salir de la habitación.
-¡Esperadme!- susurró Elena.
Elena se situó detrás de Ariadna.
La comitiva se armó de valor para salir de la habitación y entrar en el salón central de la casa.

La luz selénea  alargaba las figuras de las sillas a través de las granas cortinas que bailaban al son de las caprichosas corrientes de aire.
Se dirigieron a la zona de la biblioteca, donde los seis sillones orejeros,  jugaban a proyectar imágenes de sus testas contra la escala apoyada en el mueble de rajado roble que albergaba los raídos volúmenes de piel de carnero de Edgar Allan Poe y William Blake.
La mirada vacía de pálido ocre del busto de Ricard Boix, les devolvió un frío silencio de indiferencia a su inquietud.
Delante de los sillones sólo encontraron el silencio de una alfombra de Anatolia.

Siguiendo su tránsito por la helada estancia, se dirigieron en dirección a la mesa caoba, dónde cinco centinelas en forma de silla guardaban vigilia a su alrededor, a la espera de un banquete que aún tardaría horas en empezar.
Las veinte piernas de los guardianes, estiraban su sombra contra la escribanía de veinte cajones y la vieja Olympia, jugando en movimiento con la proyecta de las granas cortinas.
La seria tez del marfíleo escritorio les hablaba, indicándoles que él no tenía a ningún extraño en sus entrañas.

La puerta del excusado, entornada, oscilando con las corrientes de aire, invitaba a no entrar.
-Miremos en el baño- dijo Ariadna.

La compaña, atravesó el quicio de la puerta del común.
La húmeda estancia les recibió en su mohoso cobijo. Juegos de toallas sin familia ni parentesco se apilaban en el férreo mueble con foresta y filigranas de hojas de jazminero.
Alberto retiró la cortina de la tina. El goteo del grifo rompía la mudez del lugar en un compás de dos por cuatro.
-Aquí tampoco hay nadie- dijo él sin voz.

Elena se agarraba al camisón de Ariadna, como si ese acto le salvase de perderse en el recorrido por las sombras.

La vuelta al salón central, les devolvió al Reino de Hades que componían los leñosos habitantes del aposento.
Miraron a su derecha. A través del índigo dosel gemelo que daba acceso al recibidor, se podía ver la puerta de la habitación de Paco. Dirigieron sus pasos hacia allí.

Unas arrugadas sábanas arropaban el viejo colchón.
A su lado, las desgastadas amarillentas teclas de un piano de pared, dos guitarras y un áureo saxofón recordaban en silencio que allí moraba un músico.
-Volvamos al recibidor- propuso Alberto.
Ariadna le siguió con la mirada perdida en la negrura de la noche. Elena apenas podía ver la melena de Ariadna y seguía agarrándose a su camisón, deseosa de no desprenderse de la tibia calidez de su cuerpo que le recordaba que no estaba en el mundo de Plutón.

Al salir al recibidor, Alberto volvió la mirada a su derecha.
-La puerta de la casa está abierta.

El paño de latón de la puerta yacía en el suelo.
-Ha entrado alguien en la casa- repitió como un retardado eco Ariadna.
-Alberto vámonos a la habitación y nos encerramos- suplicó Elena con la mirada inyectada en lágrimas a punto de brotar.

-¿Hay alguien ahí?- dijo él en voz alta como única respuesta.
-¿Hay alguien ahí?- repitió con voz neutra Ariadna.

El silencio les respondió con toda su frialdad.

-¿Hay alguien ahí?- repitió Alberto
-¿Hay alguien ahí?- dijo el eco que era Ariadna.

A través de la hendidura de la puerta asomó curiosa la ajada faz de Cancerbero. Como llamado por su amo, adentró medio cuerpo maltrecho con su penoso caminar de tres patas. El inclemente sonido de su impotente ladrido luchaba por escapar de su garganta.

-Es el perro- dijo Alberto.
-Es el perro- repitió Ariadna.
-El perro debe de haber empujado la puerta y se ha desmontado la cerradura- resolvió Alberto.
-Vamos a mirar en la cocina por si acaso- quiso no proponer la temblorosa voz de Elena.

La comitiva reemprendió su viaje por la oscuridad en dirección a la estancia de azulejos blancos y añil.
La puerta de la misma estaba abierta, impávida al paso de los minutos y de sus visitantes.
La vajilla de loza descansaba en el secaplatos a la espera de ser requerida en su perenne función de alimentar a los habitantes del hogar.
A su lado, la foto sepia de Doña Teodora, devolvía su cínica sonrisa a los tres compañeros.
En el suelo dormía un delantal de cuadros marino y blanco.
Elena se agachó, recogió el delantal y lo colgó de la alcayata que había encima de la vieja fotografía, tapando la cara de la antigua dueña de la casa.

-Aquí tampoco hay nadie- aseguró Alberto.
-Aquí tampoco hay nadie- repitió Ariadna.

El suspiro de alivio de los tres, caldeó el frío aire del lúgubre lugar.
-Vámonos a dormir- propuso Alberto.

Se dirigieron a la alcoba que compartían las dos parejas.
Ariadna se acostó en la cama, al lado de Claudio.
Alberto y Elena se acostaron en el colchón.
-Alberto- susurró Elena- Alberto- repitió.
-¿Qué?- respondió él.
-¿Me puedo acostar contigo en el saco?- suplicó ella- Estoy temblando.
-Sí. Ven.

El sonido del despertador les devolvió del mundo de los sueños.
El olor a café, leche, zumo y tostadas, envolvía la mesa caoba, donde rompían el ayuno los cuatro.
-Menuda nochecita- Alberto le contó a Claudio la odisea que habían pasado-. Y tú ni te despertaste.
-¿Es que no sabes que Ariadna es sonámbula?- dijo Claudio con incredulidad.
Un suspiro interior recorrió a Alberto y Elena.
Ariadna les miraba con cara de pasmo- ¿Eso pasó anoche? No recuerdo nada.
Los cuatro rieron y bromearon hasta terminar de desayunar.

Elena comenzó a recoger los utensilios del desayuno.
Se dirigió a la cocina.
La cínica mirada de Doña Teodora se mofaba de Elena desde su fotografía sepia.
Un delantal de cuadros marino y blanco dormía en el suelo.


Relacionado con Espera

No hay comentarios:

Publicar un comentario